El término estrés lo tomó la psicología de la física, donde designa la obligación excesiva sufrida por un material. En biología se refiere a las agresiones que se ejercen sobre el organismo y a la reacción del organismo a dichas agresiones. Y en psicología, la palabra estrés se utiliza para evocar las múltiples dificultades a las que el individuo tiene que hacer frente y los medios de que dispone para gestionar esos problemas.
Según estas definiciones, el estrés puede ser tanto una agresión como la respuesta a dicha agresión. Fisiológicamente, el organismo se prepara para una huída o un enfrentamiento movilizando todos nuestros recursos:
– La respiración es más rápida para intentar coger oxígeno y transportarlo a los músculos.
– El pulso se acelera para bombear más sangre que transporte ese oxígeno.
– Los músculos se tensan para permitir la huída o repeler una agresión.
– El estómago segrega más jugos para deglutir, por si nos hubiéramos tragado algo nocivo.
– El organismo genera y moviliza las grasas, puesto que son necesarias para producir energía.
Eso es estrés. Pero si nos está sirviendo para enfrentarnos a las dificultades ¿cómo va a ser malo? La cuestión es que no ocurre nada si la huída o el enfrentamiento se producen y todos esos recursos se gastan, pero si no es así tenemos un excedente de colesterol (las grasas que estaban preparadas para servirnos de “combustible”), pegado a las arterias, con el riesgo para la salud que conlleva. El estrés es malo cuando:
– La agresión no precisa de tanta movilización de energía: hemos podido percibir una amenaza donde no la hay.
– Sí que la necesita, pero no la utilizamos (no escapamos ni nos enfrentamos).
El problema del estrés está en la falta de control. Si percibimos que nuestros recursos son inferiores a las demandas del ambiente (que no podemos con todo) y no priorizamos, intentaremos hacerlo todo y al resultarnos imposible nos entrará miedo, con lo cual tenemos sobredosis de activación fisiológica y el estrés será perjudicial. En cambio, si utilizamos todo lo que el estrés pone a nuestra disposición, como la persona que tiene una agenda muy apretada y atiende varias tareas a la vez gracias a que está alerta, el estrés nos habrá servido para aumentar nuestra capacidad resolutiva.
ESTRÉS Y AUTOCONFIANZA
La percepción de control depende de la confianza que uno mismo tenga en sus capacidades, lo que se llama autoconfianza. Si la tienes, el estrés se convierte en motivación, si no la tienes se convierte en miedo a no ser capaz de conseguir tus retos. A más miedo, más estrés descontrolado. Para tener una buena autoconfianza es muy importante conocerse bien a sí mismo: cualidades innatas, capacidad de trabajo, de sacrificio, puntos fuertes y también los débiles, estrategias y habilidades…
A mayor conocimiento, mejor capacidad para evaluar las posibilidades reales y con ello no caer en la “falsa confianza”: no siempre querer es poder. Cierta dosis de optimismo no viene mal, mientras no pienses que sólo con creerte ganador vas a ganar. La autoconfianza se va fraguando día a día con la experiencia si le añades una dosis de curiosidad e inquietud por aprender y asumir nuevos retos. Se trata de un estado interno que implica un conocimiento real de las dificultades a superar, de los recursos propios para hacerlo y, a partir de aquí, de las auténticas posibilidades que uno tiene para conseguir lo que se propone.
TRATAMIENTO DEL ESTRÉS
Lo primero, como ocurre con cualquier problema psicológico, es determinar si ese estrés está produciendo un trastorno grave en tu vida: muchas personas con estrés pueden llegar a padecer problemas de corazón. Si has tenido un infarto, una angina de pecho, taquicardias frecuentes, etc. entonces conviene acudir a la consulta de un psicólogo, quizá estés viviendo «demasiado deprisa» y necesites consejo para aprender a vivir de forma más saludable.
El estrés puede enmascarar una depresión. Muchas personas van de aquí para allá y no paran de hacer cosas porque si se detienen descubren que su día a día es demasiado aburrido y no pueden soportarlo. Los síntomas típicos de la depresión, como la tristeza o la agresividad, no aparecen puesto que la persona está «demasiado ocupada» para darse cuenta de cómo se encuentra, pero le cuesta conciliar el sueño, vive en un estado de alerta permanente y no puede evitar la sensación de estar «perdiendo el tiempo» si para de hacer cosas. Y cuando quiere descansar no lo consigue, sino más bien al contrario, estar parado le supone ponerse más nervioso aún porque se siente «culpable» de no estar haciendo «lo que tiene que hacer».
La terapia en los casos de estrés consiste básicamente en una revisión de las actividades diarias: analizar a dónde te llevan y qué te aportan. La agenda de una persona estresada normalmente es imposible: no es capaz de hacer tantas cosas como tiene previstas. Se trata de establecer objetivos realistas y priorizar. Actividades menos, a priori, «provechosas» como estar con amigos o familia deben replantearse no en términos de su «utilidad» (económica, de ascenso, de poder) sino evaluando qué reporta esas actividades «ociosas» al individuo como ser humano, y reconocer otro tipo de valores en ellas (apoyo social, sentirse útil como persona y no como un trabajador, etc.). La agenda de un estresado se puede configurar para dejar rienda libre al ocio y encontrar satisfacción en el mismo, en lugar de estar soportando, día tras día y sin descanso, una excesiva demanda física e intelectual.