Cuando hablé de la ansiedad que puede provocar la dieta en sí, comenté que hay dos motivos que nos pueden llevar a comer de más o comidas poco saludables: el estrés y el aburrimiento. Me centro ahora en el estrés como “disparador” de ese apetito que no es debido a un estómago vacío, sino de nuestro cerebro que nos pide la comida como “medicina” para la fatiga y/o agobio mental.
Primero de todo quiero explicar qué es el estrés. El término estrés lo tomó la psicología de la física, donde designa la obligación excesiva sufrida por un material. En biología se refiere a las agresiones que se ejercen sobre el organismo y a la reacción del organismo a dichas agresiones. En psicología se utiliza para evocar las múltiples dificultades a las que el individuo tiene que hacer frente y los medios de que dispone para gestionarlas.
El estrés no es malo siempre y cuando la persona se sienta capaz de afrontar sus problemas y/o desafíos. El problema está en la falta de control. Si percibimos que nuestros recursos son inferiores a las demandas del ambiente (que no podemos con todo) es cuando nos ponemos nerviosos y esa situación de ansiedad mantenida nos agota e incluso nos puede llegar a deprimir si este estrés se cronifica. En cambio, si aunque tengamos una agenda muy apretada somos capaces de atender varias tareas a la vez, o priorizarlas e irlas resolviendo, es cuando, según la definición de la biología, el organismo se adapta a dichas agresiones (problemas) y no sólo no nos agotamos sino que nos hacemos más fuertes.
Con respecto a la comida, puede ocurrir que durante o tras una jornada de trabajo muy intensa la persona piensa que como está estresada necesita, como comenté en el anterior post, una recompensa en forma de alimentos “prohibidos”. “Me lo merezco” suelen decir quienes justifican comerse un gofre con chocolate y nata para compensar el mal rato que les ha hecho pasar su jefe. Pero ¿a quién estás haciendo daño con esto? ¿A tu jefe o a tus venas, que van a acumular toda la grasa que lleva semejante bomba de calorías? Sí, claro, lo vas a disfrutar cuando te lo comes, pero ¿y después? Te entrarán remordimientos de conciencia: acabas de tirar por tierra varios días de esfuerzo cogiendo el hábito de comer saludable.
A veces ese remordimiento incluso te hace entrar en un bucle muy peligroso: me siento mal, me siento culpable, necesito sentirme mejor… ahora ataco la bolsa de las madalenas. Más sentimiento de culpa, y me vuelvo a pasar. Así es como se llega a la obesidad mórbida.
Para evitar caer en este círculo vicioso lo mejor es ir a la raíz: vale, has tenido un día muy duro de trabajo, o has tenido que bregar con tus hijos que no paraban de armar jaleo y no querían hacer los deberes, pero ¿eso justifica que me ponga ciego a dulces? ¿No es mejor buscar otra fuente de recompensa?
Es importante detectar qué te estás diciendo a ti mismo justo antes de comer aquello que no te va bien, y buscar una alternativa que evite caer “en la tentación”. Pongo algunos ejemplos:
CUANDO ME DIGO:
– He tenido un día muy duro, me lo merezco
– Comiendo me relajo
– El dulce hace subir mi estado de ánimo
– Disfruto comiendo lo que más me gusta
PODRÍA DECIRME MEJOR…
– Me merezco comer saludable y darme otra recompensa que no
sea la comida
– Hay otras formas de relajarse
– Hacer ejercicio (por ejemplo) también me anima
– Si cambio de hábitos acabaré disfrutando también la comida más sana
Combinando este cambio de pensamiento con las recompensas alternativas que os comenté en el post anterior, aumentaréis vuestra capacidad de control sobre la ingesta y con ello también vuestro estrés.